TEXTOS FUEGO
¿Es posible al acercar el oído a uno de estos troncos calcinados sentir su gemido?
¿Escuchar el grito de los pueblos que mueren?
ANA MARIA RUEDA Y LAS LEYENDAS DEL FUEGO
Cuantas veces, al entregar a las llamas viejos papeles, cartas privadas, diarios, hemos visto ese color singular que pone el fuego en las hojas, y no hemos pensado sin embargo que el fuego pinta, que esta haciendo surgir un hecho estético. Dante al describir el modo como se enlazan en el infierno un hombre y una serpiente, y al insinuar que hay una zona de sus cuerpos en que empiezan a convertirse uno en otra, las compara con el papel que esta siendo devorado por el fuego, y con esa zona donde ya ha desaparecido la blancura pero que todavía no se ha vuelto negra. Esos amarillos, esos ocres, esos colores que tienen todavía algo de la luz y ya algo de la tiniebla, esos bordes tostados del papel roto por la brasa, donde anida todavía el olor a incendio, esas regiones que orillaron el fin, y que quedaron a mitad de camino entre la plenitud y la destrucción, son los puntos de partida de la búsqueda que ha emprendido Ana Maria Rueda, la evanescente materia de esas obras. A partir de ellas ha extendido su curiosidad sobre las formas orgánicas que son el alimento favorito del fuego.
Aquellos árboles derribados por la vejez o por las invasiones de la ciudad, – ese eucalipto decrepito del parque nacional, ese pino firme de la sabana- habrían podido seguir su destino corriente, y convertirse en paredes o muebles, o en la luz y la tibieza de unas noches humanas. Ana Maria rueda las convierte en objetos de su reflexión y de su indignación. Aquí están: gruesos tablones cuadrados, arqueados duros, balsámicos; dócil geometría que se ofrece a la sensibilidad y a las curiosidades del arte. La artista los corta, los altera, los pinta de blanco o de plata, los toca con hierros encendidos, sola llamas sobre ellos. La rodean trozos de un bosque aparentemente vencido, vestigios poderosos de seres que siguen vivos mas allá de la fragmentación, que no pueden morir sino solo saltar en pedazos, crecer de otro modo, dar de otra manera a la imaginación sus hojas y sus frutos.
Origen del carbón, del papel, del grafito, la madera sirve para escribir y para que se escriba sobre ella. Es la pagina, el lápiz, el lenguaje y el cuento. Ensamblados en un amplio mosaico, los tablones insinúan paisajes, nos muestran a su modo el bosque silencioso del que salieron, con los trazos que ha grabado sobre ellos el hierro que corta o que quema. Surgieren deshojados bosques de invierno, llanuras blancas rayadas por la silueta de árboles, cielos de bruma cruzado por los cuervos.
Pero el ojo sabe que la silueta de ese tronco ilusorio es un surco violento que una mano trazo en la maderas, que ese cuervo insinuado es en realidad una pequeña zona ennegrecida por el rojo de hierro. En estas duras paginas los pájaros de fuego han dejado las huellas de sus patas, la herida de sus picotazos, el roce negro de las plumas.
Ana Maria Rueda parece danzar entre trozos de árboles, hierros candentes, lanzallamas. Quiere tocar el limite donde lo que se consume renace, donde lo que se gasta se perfecciona.
También el escultor parece destruyendo cuando arranca con violencia trozos al bloque de piedra y libera la forma cautiva. También hay un desorden de sonidos en la sala del músico que ordena las fases y armoniza, también hay violencia el las palabras que tacha y desplaza el poeta. Ana Maria Rueda ama la madera y ama el fuego que la muerde, quiere sentir el poder que lo raya y rasga, ver la labor de lo que rompe y quema. No es el arte apacible de pintor que acaricia con el pincel la superficie lisa, es el arte tormentoso de quien interroga impresiones mas fuertes, modos mas perdurables que tienen los elementos de obrar sobre las sustancias. Lo que hacen sobre la materia vegetal el hierro y el fuego. Lo que hacen continuamente sobre la vida el ardor y la dureza. Estamos enfrentados a la guerra de los elementos; el sufrimiento está presente, pero es lo suficientemente abstracto para que el dolor nos eduque sin herirnos como quiso siempre el arte.
“tras arder siempre nunca consumirse” escribió Quevedo. Y estos trozos de madera que se ordenan en paisajes tensos y sugerentes, o en colinas cubiertas de inscripciones, en tótems indescifrables, que aquí sugieren austeros paisajes orientales, allí superficies de signos, que se unen y se abren como libros cargados de escrituras poderosas, de alfabetos mágicos, son imágenes de la labor de un fuego que arde pero no consume, que inscribe figuras y dispone músicas, que no impone un sentido y sin embargo se deja sentir, que obra poderosamente en nosotros.
Tras la rudeza del proceso, la serenidad del resultado. Las obras nos permiten ignorar u olvidar que su conquista costó fuego y ceniza. Este arte que queremos mirar y palpar, no busca ser leído ni descifrado, pero armoniosamente nos transmite su intensa y delicada poesía. Son esquirlas del enorme taller de la naturaleza, donde la creación y la destrucción luchan sin fin, y frecuentándolas volvemos a sentir cómo la parte puede contener el todo, cómo la luz se alimenta de la oscuridad, como el beso del fuego aniquilador puede ser también el comienzo de una forma y el nacimiento de un lenguaje.
WILLIAM OSPINA