TEXTOS UN JARDÍN PROPIO
Ideas para un jardín propio
Ana María Rueda
No se puede fantasear sobre la luz sin ser consciente de la oscuridad
Carl Jung
La levedad nace del peso y el peso de la levedad, y dan luz uno al otro al mismo tiempo […]
Gaston Bachelard
Los sueños están donde viven los miedos.
Un jardín propio (2021-2023) está dedicado a la fuerza de espíritu que deben tener las personas que viven situaciones de desplazamiento forzado: el jardín como antídoto. Es un homenaje al instinto de vida que se manifiesta en el sueño de recuperar el hogar sagrado.
Pienso en el jardín como realidad y como metáfora; como maestro que enseña paciencia y un prudente cuidado; como el lugar por excelencia en donde la mente se tranquiliza y se respira mejor; donde hay reciprocidad con la tierra, con el planeta.
El lugar de la pérdida no es físico: no se puede ver. El jardín propio tampoco tiene un lugar preciso: surge de la construcción emocional de una imagen. Es la proyección de un deseo que se contrapone a la pérdida. ¿Cómo hacer visible su carga emocional?
El jardín anhelado no olvida la herida. No es un jardín contemplativo, sino un lugar de acción hacia una renovación. Implica un espacio cuidado, bellamente cultivado, atravesado de calidez y claridad. Es un canto a la vida, al instante, a la reconstrucción, recomposición y descubrimiento de la fuerza interior del grupo familiar y social vulnerado. Es resistencia ante el horror y antídoto contra el miedo, la violencia, el sinsentido del dolor y el agotamiento de tanta indiferencia hacia la vida del otro.
¿Solo vemos lo que ya conocemos?
Lo que está en la noche, también está en el día.
El jardín alberga el cielo abierto y, también, la tierra en donde se levanta idealmente un lugar para habitar. A pesar del dolor, la esperanza es un destello que ilumina las zonas de penumbra y de paradoja: lo claro en lo oscuro, lo fuerte en lo frágil y vulnerable, lo liviano que se levanta sobre lo pesado…
Cuando comienzo nunca quiero saber como va a terminar. No quiero que el trabajo venga de una lógica predecible. Dejo que se transforme a partir de ella misma.
El decir de la piel. Fuerza plástica vital.
Ana María Rueda, obra reciente (2018-2023)
Hablar… es una operación que comienza en dirección de fuera a dentro…
Decir en cambio es una operación que empieza dentro del individuo. Es el intento de exteriorizar, manifestar, patentizar algo que hay en su intimidad.
José Ortega y Gasset
El hombre y la gente
Relacionarse con la obra de Ana María implica entrar en contacto con superficies como la piel, en las que radica esencialmente la sensibilidad, y suponen por ello una íntima relación entre el interior que percibe y expresan, y el exterior con el que interactúan definiéndose.
Su trabajo plástico, el proceso lúdico e intuitivo de búsqueda, hallazgo e invención que realiza con y a partir de materiales como el lienzo, la arcilla, la gaza, el yeso, el hilo y el alambre pone de manifiesto, además, la plasticidad que también a ellos les es inherente. “Plasticidad” que más allá de su definición mecánica en este caso es análoga a la que recientemente se investiga en campos como la neurociencia y la psicología. Esta alude a “la capacidad del sistema nervioso para cambiar su estructura y su funcionamiento a lo largo de su vida, como reacción a la diversidad del entorno”. (Cf. Cognifit.com)
Esta capacidad plástica reside también para Ana María en el interior de cada ser humano; es una fuerza vital que unida a la imaginación hace posible construir mundos habitables tanto físicos como simbólicos. Las formas que sus piezas adquieren en diferentes momentos expresan esa fuerza en potencia.
En obras como Bajo la piel, Astro metafórico, De línea en línea , Libro de los días o De un viento a otro el lienzo es manipulado por ella no solo como superficie sobre la que tradicionalmente se aplican pigmentos y sustancias, sino además como material expresivo en su maleabilidad. La capacidad que tiene la tela para ondularse y plegarse al responder a la fuerza de la gravedad es aprovechada por la artista para darle una forma pasajera. Al cambiar de lugar o ser desplegadas de maneras diferentes la forma de las piezas se altera y se re-define. Su interior y su exterior se revelan y se ocultan simultáneamente; la oscuridad se percibe en ellas como potencia y la luz como descubrimiento.
Sostenido o atravesado por hilos, colgado como capa o semi-doblado, el lienzo se expresa a si mismo y al hacerlo se abre a la posibilidad de ser cuerpo, piel, nube, astro. Sus características físicas, entre ellas su tensión y su flexibilidad, puestas en evidencia en el estado de suspensión en que la artista las sitúa, comunican también la posibilidad metafórica de la adaptación, la definición cambiante de una personalidad y el desarrollo de nuevas formas expresivas según las condiciones en que es desplegado.
Esta concepción plástica de la tela podría vincularse a experiencias significativas que la artista vivió de niña en barcos de vela en el mar. En una entrevista con Ana María Lozano realizada con ocasión de una exposición en NC-Arte en el año 2015, afirmó: “Viví en Cartagena hasta los diez años. Y en familia salíamos permanentemente a navegar. Tengo muy pocos recuerdos de cualquier otra actividad que no fuera estar en alta mar. Durante largas horas de silencio nuestra entretención consistía en prestarle especial atención al sonido del viento que impulsaba la vela, a escuchar el del agua que golpeaba el casco de la embarcación, así como en pensar el hecho de navegar como una metáfora de la vida. Todo esto me llevó a estar en estado de alerta ante los elementos de la naturaleza y a observar cómo se relacionan entre si” (133).
De forma similar a la manipulación de la tela, aunque con connotaciones diferentes, el trabajo con la gasa –en su mayor parte de tonos rojos, blancos y grises– y el yeso aplicado en finas capas, pone de manifiesto simultáneamente su resistencia y su vulnerabilidad. Características asociables a la piel, al tejido social, a las heridas internas y externas de un cuerpo; también a la esperanza de su sanación y recuperación gracias al cuidado de los otros.
El que la gasa sea utilizada por Ana María en fragmentos que ella cose unos a otros y refuerza con diferentes pigmentos hasta formar “colchas de retazos”, le confiere a este material un sentido adicional al de la sanación; la colcha, no obstante su aparente fragilidad, ofrece la posibilidad de acoger, envolver, proteger. Su elaboración implica un trabajo personal y comunitario/solidario a la vez. Como el lienzo, su forma permanece en suspenso; su definición también reposa en la imaginación de los espectadores y en las circunstancias en que es desplegada.
Por su parte el hilo con que ella teje esas “colchas” en obras como Manta y Mi cielo y escribe en El libro de los días (¿reflexiones, penurias, alegrías, sueños y deseos?) es un material doméstico y quirúrgico a la vez; puede ayudar a unir y a cerrar heridas aun cuando las cicatrices permanezcan y puedan evocar vivencias lacerantes.
Una interacción semejante entre flexibilidad y solidez es lograda por la artista a partir de la aplicación de yeso sobre secciones de gasa, alambre o ramas semi-secas que podrían retoñar. Como la gasa, el yeso cumple un papel clave, aunque transitorio, en procesos de sanación y recuperación. Ambos son materiales ‘intermedios’, destinados a volverse innecesarios una vez realizan su tarea. Pero es esa condición intermedia la que la artista enfatiza; la presencia del yeso y la gaza sugiere el momento en que aún se siente la herida o el trauma, pero con la perspectiva de la recuperación futura. Las colchas poseen también una estructura flexible que está en la base de su potencial para ser asociada con diversos objetos protectores, sanadores, acogedores.
Esa estructura-tejido igualmente está presente, aunque de una manera aparentemente menos elástica, en fotografías intervenidas como Visible/invisible, e instalaciones como Un jardín propio. La supuesta rigidez de las estructuras en estas obras, sin embargo, se ve cuestionada por el efecto de la luz sobre y a través de ellas. Gracias a la forma en que la artista las ubica en el espacio se producen múltiples proyecciones como si las rejillas que aquellas generan se vieran reflejadas sobre superficies como el agua. Estas proyecciones más bien refractivas dan forma a nuevas realidades de carácter ondulante, cuasi-orgánico y plástico. Gracias a ellas percibimos las repercusiones que una onda tiene sobre otras, como el oleaje en el mar; efectos que pueden viajar en la distancia afectando no solo a las olas vecinas sino también impactar orillas lejanas. Una vez más, el material –que puede ser también cuerpo, piel, tejido– revela su riqueza potencial intrínseca en su plasticidad.
Las fotografías de Visible/invisible y de Mi cielo permiten reconocer este potencial de una manera más contemplativa al detener el instante en que una de sus posibilidades toma forma, en algunos casos dibujada por la artista al intervenirlas. La detención, sin embargo, no implica el que estas posibilidades se agoten sino, por el contrario, permite tomar conciencia de su carácter inexhaustible, como el de la imaginación.
El sentido de la posibilidad imaginable y el énfasis en lo que está por venir trascendiendo pasados traumáticos, está presente también en el trabajo que Ana María realiza con ladrillos y baldosas hechos de arcilla. El potencial constructivo de ambas piezas es indicativo de su interés por reafirmar la necesidad del refugio, del reposo y del hogar y la posibilidad de hacerlos existir gracias al trabajo tanto personal como de una comunidad.
El énfasis en este potencial, en la posibilidad y la capacidad de los seres humanos de crear su propio mundo, su propio espacio físico y simbólico se hace evidente en la serie de fotografías Un jardín propio, nombre que para la artista cobija no solo a esta serie sino a todas las obras aquí incluidas. Es la fuerza vital y plástica de una planta trepadora en su búsqueda de la luz y la supervivencia registrada por ella en diferentes momentos del proceso, la que atraviesa todo este corpus. Los registros permiten ver los dibujos realizados por la planta guía y sus sombras, los cuales crean para ella un alfabeto vital por descifrar.
Las obras conforman así un universo a la vez posible y en potencia. Posible en la realidad creada por la artista como un espacio simbólico recorrido y recreado por quienes visitan la muestra, donde se expresa la fuerza plástica vital. En potencia en cuanto realidad en suspenso esperando ser definida en su plasticidad por la imaginación, las asociaciones y los deseos de los espectadores.
Las percepciones e intuiciones comunicadas por este universo no provienen solo de la vida personal de Ana María sino sobretodo de una conciencia y un compromiso social que, unidos a su preocupación ambiental, desarrolló cada vez con más fuerza a partir del año 2005. En ese entonces, después de haberse dedicado a la pintura, al dibujo y a la escultura empezó a trabajar en fotografía y la instalación de una manera más extendida. Ello coincidió con la realización de talleres con niños y adultos en condiciones de fragilidad y vulnerabilidad. Como ella misma lo menciona en el texto que abre este catálogo, a través de la interacción con estas personas reconoció su gran capacidad y fuerza para sobreponerse a los obstáculos, las dificultades y los traumas vividos. Reconoció la “plasticidad” inherente a los procesos vitales en cada una de ellas. Obras como Cantos y Phoenix fueron resultados iniciales de estos encuentros que culminaron en Un Jardín propio.
La piel lienzo/gaza/yeso/hilo/arcilla en su obra comunica así no solo las vivencias de la artista, sino también las de aquellos y aquello que en su contexto colombiano han sido afectados y vulnerados por los conflictos sociopolíticos y los desequilibrios socio-ambientales que han tenido lugar a lo largo de múltiples décadas y persisten en el presente.
La piel los revela en su sensibilidad, en su sensualidad, en su soledad, en su empatía, en su dolor. Su plasticidad profunda, por su parte, como la de la planta trepadora, infunde de vida y de fuerza creadora e imaginativa su voluntad de construir y perseverar.
María Margarita Malagón-Kurka
Enero 2023
Invocar la vida: seis preguntas para Ana María Rueda
Carolina Ponce de León
Ana María Rueda regresa a la pintura después de un poco más de veinte años; había pintado su último cuadro a finales de la década de 1990. Desde entonces, ha desplegado un proceso creativo fascinante, nutrido de experimentos con materiales, formatos, soportes y medios diversos —pintura, dibujo, collage, fotografía, video, animación, instalación, etc.—, y también de búsquedas místicas, lecturas, encuentros y preguntas. Su trayectoria es una dónde sus inquietudes sobre el arte, la existencia y la convivencia se han vuelto paulatinamente inseparables.
Conocí a Ana María en 1987 en París, y, desde entonces he seguido de cerca los vericuetos de su trayectoria. En aquel entonces, ella pertenecía a una joven generación de pintores colombianes cuyas experimentaciones estaban definiendo el arte de la posmodernidad que erosionó, para siempre, las fronteras rígidas entre los medios plásticos.
En esos años, sus pinturas emotivas y enigmáticas estaban íntimamente ligadas a la esencia de naturaleza: el agua, el aire, la tierra y el fuego. Exploraba cada elemento largamente, creando imágenes que se repetían con variaciones sutiles como si fueran mantras visuales. Su iconografía era claramente distinguible —olas de mar, árboles, vegetación—, no obstante, cada figura era a la vez representación y manifestación, presencia física y metáfora visual.
Este breve cuestionario está enfocado en los puntos de inflexión que han marcado los núcleos de tensión, desvíos, preguntas y aprendizajes que han configurado su trayectoria artística.
Carolina Ponce de León (CPL): Quisiera que te remontaras a las búsquedas pictóricas y artísticas de tus inicios. Para ti, ¿qué representaba la pintura, en ese momento?
Ana María Rueda (AMR): Cuando terminé mis estudios en la Escuela de Bellas Artes de París en 1979, comencé a abordar la pintura de una forma menos académica, buscando abrir espacios de autonomía y libertad que fortalecieran la imaginación, las percepciones sensibles, las sensaciones con la materia y, sobre todo, que me generaran nuevos intereses y emociones.
Mi primera búsqueda artística —consciente— nació de la idea de infinito que la imagen del horizonte evocaba para mí. Pinté obsesivamente esa línea que separa el cielo de la tierra, hasta que, después de un largo tiempo, sentí la necesidad de quebrarla con la verticalidad de la figura de un árbol. Ahí empecé a interesarme por las imágenes esenciales que encerraban una dimensión simbólica y arquetípica y que, desde su significado universal, me permitían explorar ideas más allá de la simple representación. Así, a partir de los elementos primordiales de la naturaleza —agua, aire, tierra y fuego—, buscaba imágenes que evocaran vínculos y correspondencias metafóricas relativas al ser humano.
CPL: Con la serie Fuego (1998), el último de los cuatro elementos que exploraste, afrentaste el formato bidimensional de la pintura de caballete y la figuración pictórica. Tomaste unas cortezas de árbol y bloques de madera para usarlos como el soporte de las imágenes que grabaste en ellos con fuego y hollín. ¿Qué significó Fuego en ese punto de tu desarrollo?
AMR: Salir de la pintura y del bastidor me llevó, por un lado, a interesarme por el espacio tridimensional, y, por el otro, a indagar sobre el elemento fuego, no sólo como símbolo sino también en su materialidad.
Un día, por casualidad, presencié cómo tumbaban unos árboles ancestrales —pinos y eucaliptos— en el Parque Nacional de Bogotá. Por un impulso intuitivo, quise rescatar y transportar algunos de ellos a mi taller. Así fue que comencé a investigar sobre cómo trabajar la madera; por ejemplo, fraccioné los troncos en pedazos más o menos regulares, para que al ensamblarlos se reconstruyera tanto la verticalidad del árbol, como también la imagen de un bosque.
Esa exploración me abrió puertas a nuevas formas de expresión. Fuego significaba, para mí, un grito contra la violencia a la que el ser humano somete tanto a la naturaleza, como a sí mismo y a la humanidad entera. Para revelar esas heridas, acudí al fuego para grabar las maderas con hierros forjados, quemando en ellas motivos de hojas, tallos, raíces y flores como si fueran trazos de un extraño lenguaje. Trabajé el fuego como un agente transformador, de poder y de luz, para invocar la vida que una vez habitó esas maderas.
CPL: Al abandonar la pintura, iniciaste una exploración continua e intuitiva de nuevos materiales y medios. Por ejemplo, para realizar Cantos (2002), tu primera experimentación con procesos fotográficos, sumergiste unas fotos que habías tomado en tanques de agua, para fotografiarlas de nuevo. Es decir, usaste el agua no sólo como un filtro óptico, sino también como un material metafísico y metafórico. ¿Puedes hablar de esa correlación entre materia y metáfora que aparece una y otra vez en tu obra en general, y, de manera muy especial, en la serie actual?
AMR: Mis intereses han sido prácticamente los mismos desde que comencé con la pintura. Sin embargo, los temas se han complejizado. La realidad en que vivimos, mi sensibilidad y comprensión sobre ella, me exigen reflexiones sobre la manera de hacer. Al utilizar diferentes medios, he podido ahondar en las ideas, desarrollarlas y presentarlas desde ángulos que, para mí, eran inesperados.
Para comenzar una nueva obra, tomo una idea que hace las veces de trampolín. Ese impulso luego adquiere vida propia y dicta la manera en que voy a abordar la obra, ya sea en pintura, fotografía, etc. Procuro seguir ese impulso de manera intuitiva, sin definir de antemano un resultado específico. Trabajar con diferentes técnicas y materiales siempre me pone al borde de algo nuevo. Cada momento de incertidumbre, cada accidente o duda va enriqueciendo la ejecución de la obra hasta que la materia y la idea sean una sola. Así he venido trabajando en los últimos años y así mismo he querido abordar la obra actual, Un Jardín Propio.
Esta obra nace del inconmensurable dolor de tantos individuos, en Colombia y en el planeta entero, que han sido víctimas del desplazamiento forzado. Pensando en este fenómeno desde la óptica de la esperanza y la reparación, acudí a la metáfora del jardín como un lugar de sanación y como potencial para hablar del individuo y de la colectividad desde una narrativa positiva.
Para mí, este jardín es imaginario; es mental, tan visible como invisible, tan presente como ausente. Es realidad y metáfora. Es un lugar por excelencia en donde se respira mejor y la mente se tranquiliza; donde hay reciprocidad con la tierra, con el planeta. Es un maestro que enseña paciencia y un prudente cuidado. El cuidado surge con relación al cuerpo, al intercambio y las relaciones sociales.
Estas ideas son inseparables de los materiales. En el jardín a cielo abierto, se construyen sueños. El color es profundamente mineral y emocional. Las gasas, vendas y yesos quirúrgicos sugieren estados de transición y sanación; ponen de manifiesto la fuerza de vida que dicta: hay que seguir viviendo a pesar de todo.
CPL: Un taller que realizaste en el año 2002 con jóvenes víctimas del conflicto armado, marca un punto de inflexión importante en tu recorrido artístico. A partir de entonces, tu enfoque trasciende lo intrínsecamente individual, para involucrar también el mundo exterior, sea éste la realidad colombiana, la relación con el otro, lo social, lo ambiental, etc. Este giro tan definitivo en tu trayectoria, me lleva a indagar por tus preguntas: ¿cuál es la pregunta artística y ética fundamental que surge en ese momento y que perdura hasta el presente?
AMR: Desde que comencé a pintar, a principios de la década de 1980, mi trabajo ha sido una exploración constante sobre la forma en que entiendo mi lugar en el mundo, nuestra existencia como individuos sociales y nuestra relación con el otro. Gracias a ese otro, yo soy también quien soy. Como artista colombiana no puedo dejar de acercarme a la complejidad social de mi país. Viviendo en la ciudad, tan lejos de los campos de guerra, he sentido una necesidad muy fuerte de indagar, en una comunicación a doble vía, sobre algunos aspectos de esta realidad que nos concierne a todos. ¿Cómo dar forma a las preguntas que esto me genera, permitiéndoles ser parte de mi trabajo?
El taller que mencionas tuvo lugar cuando acompañé a algunos jóvenes en situación de vulnerabilidad que se encontraban en un proceso de reinserción a la vida en la ciudad. Esta experiencia dio luz a la obra de Cantos, en la que abordo, por primera vez, reflexiones sobre una comunidad o grupo especifico. Esta obra suscitó en mí profundos cuestionamientos que siguen siendo los mismos de hoy.
Cada obra nace de una inquietud de la cual quiero dejar testimonio, pero, ¿cómo hablar del dolor, de lo trascendente en la vida del otro, de la víctima, sin violentarla de nuevo? ¿Cómo lograr que ese cuestionamiento habite la obra no desde el discurso, sino dejando que aflore el lenguaje paradójico del arte? ¿Cómo abordar situaciones sociales de grandísima complejidad de manera rigurosa y precisa, dejando que la intuición y los sentidos revelen la forma, imagen y materialidad a las piezas? ¿Cómo comunicar sin necesidad de un gran discurso adicional?
La obra no es la idea; no es el evento que la genera. Ella accede a la realidad de modo parcial. Por eso, la pregunta ética última sería: ¿este lenguaje representa lo que pienso? ¿Coinciden mi interpretación, y este lenguaje, con la realidad?
Yo hablo desde lo que soy, desde lo que he comprendido. Mis palabras son mis obras; mis preguntas están implícitas en el trabajo. Ese es mi lenguaje.
CPL: ¿Qué lugar ocupan los pensadores y filósofos que te han acompañado en tus procesos personales y artísticos?
AMR: De mi obsesión por explorar las imágenes esenciales del agua, aire, fuego y tierra, nació mi fascinación por Gaston Bachelard, filósofo y científico francés, cuyos estudios sobre los elementos naturales manifiestan tanto precisión científica como sensibilidad poética. Luego Carl Jung y Mircea Eliade, entre muchos otros, nutrieron mi interés por lo simbólico y me impulsaron a abordar el trabajo sobre los elementos de manera apasionada. Gracias a Theodor Schwenk y su la mirada científica, entro al mundo de las corrientes, los ritmos y otros aspectos valiosísimos del funcionamiento físico de los elementos y de la interacción entre ellos. Mis preocupaciones sobre el orden social se profundizaron con Dostoievski. Kurosawa y Tarkovsky me deslumbraron con sus imágenes.
Cuando regresé a Colombia en el año 1980, mis preguntas se volvieron de otro orden: surgían de la realidad misma de un país marcado por sus condiciones particulares. Esas preguntas me llevaron al encuentro con la filosofía de Emmanuel Levinas, quien, para estos asuntos y mi trabajo actual, es especialmente iluminador. Él propone la cercanía hacia el otro, no para conocerlo, sino para suscitar una relación meramente ética, en el sentido de que el otro es quien le da sentido a mi existencia: “El Otro me afecta y me importa, por lo que me exige que me encargue de él, incluso antes de que yo lo elija. Por tanto, no podemos guardar distancia con el otro”, dice Levinas.
Finalmente, Krishnamurti me ha acompañado desde hace treinta años. Sus libros continúan siendo mis libros de cabecera. Su reflexión profundiza sobre la consciencia, el sentido del amor y el dolor. ¿Puede una mente aquietarse? ¿Puede una mente estar en estado presente, ver la vida entera como una unidad, como un movimiento unitario no fragmentado? ¿Se pueden así escuchar los miedos que nos limitan y de los que tratamos de escapar?
CPL: Krishnamurti me lleva a preguntarte sobre el lado espiritual de tu búsqueda personal y artística. Este ha sido un aspecto esencial de tu práctica y, sin embargo, lo mantuviste muy reservado en tu arte hasta hace poco. ¿Qué cambió (en el terreno del arte o en tu proceso personal) para que esos intereses se volvieran aspectos discursivos en tu obra?
AMR: Mi preocupación como persona siempre ha sido dar forma a preguntas existenciales, permitiéndoles ser parte de mi trabajo. Para mí, la espiritualidad –lejos de una ideología o religión— es la manera en la que elaboro mi lugar en el mundo. Me ayuda a ver cómo funciono emocionalmente; a indagar sobre mis miedos, mis ilusiones y fortalezas; a observar cuales son mis preguntas trascendentes sobre la vida, la muerte, el dolor y… la felicidad, que entiendo también como un impulso espiritual.
Mi obra es el reflejo de las inquietudes filosóficas que me acompañan. ¿Cómo me determinan?
¿De qué manera me reconozco en ellas ? De qué modo puedo construir y comunicar a través ellas?
Cada vez más, mi búsqueda espiritual es la misma que tengo, como persona y como artista. Hoy en día, para mí, ser artista no solo sucede cuando estoy en el estudio, se trata también de la forma en que vivo, en que me acerco o no a las personas. Se trata de la empatía que construyo a través de mi interés en las realidades de los otros. Estos espacios personales son el terreno común que nutre mis pensamientos para el arte que hago. Es una comunicación a doble vía: el arte pone imagen a mis inquietudes, me acerca a mi espíritu y me revela aspectos desconocidos para mí anteriormente.
CPL: En tu obra actual, regresas a la plasticidad de la pintura, pero ahora incorporando, de una manera sofisticada, los aprendizajes de las obras que por casi dos décadas realizaste con otros medios y metodologías, ¿qué descubriste de nuevo en la pintura? ¿Qué representa este retorno?
AMR: Esta obra es efectivamente un compendio de aprendizajes anteriores. Es decir, para realizarla dejé que la ella misma dictara su materialidad. La abordé desde la pintura, esta vez sin un bastidor que la contenga, y desde el color que fue la manera que encontré para captar algo tan inasible e inmaterial como es la luz. Mientras que hacía la obra pensaba en la precisión del color; en la conexión entre el adentro y el afuera; en la tela y su fisicalidad, en su maleabilidad y liviandad, en su referencia al cuerpo al caer libremente sin un marco que la limite.
Pintar es emocionante. Descubrir de nuevo ese placer ha sido una vuelta a mis raíces: la pintura es lo que más conozco. Sin embargo, paradójicamente, este reencuentro no me genera comodidad; al contrario, la pintura me exige cuerpo y plasticidad para enfrentar los desafíos, las incertidumbres y la perplejidad que me mueven e inquietan.
Bogotá, enero de 2023